En su cuarto de trabajo,  el escritor lee fragmentos de las cuartillas que está redactando. Las deja y se pone en pie para hablar con un amigo imaginario al que estaba esperando.  Le cuenta de todos sus éxitos, la difusión de sus libros en el extranjero, los editores que se pelean por publicarlos.

Pero termina confesando que nada de ese magnífico panorama es cierto: lo único real es su miseria económica y su fracaso.
Describe el acto de creación como lo más hermoso y sublime. Pero también como el peor de los tormentos. Decide no escribir más: “Es la última frase. Es la última letra”.

Sin embargo  el amigo todavía no ha llegado. Hay  tiempo para  seguir trabajando.  Se sienta ante  la mesa de trabajo. Imbuído de un nuevo entusiasmo,  escribe.