Cuando empecé a escribir teatro, principalmente cuando escribí Soliloquio del Tiempo y Un día loco, se calificó a esas piezas como vanguardistas.
No sé si lo fueron o no, pero en aquellos días el teatro mexicano era muy conservador, léase acartonado, lamentablemente. Sabor a provincia, con tías solteronas y niñas que platicaban en la salita de su casa. También borrachos y pistolas. . . En fin, un teatro llamado “costumbrista”, totalmente obsoleto, que muy poco se representaba en el extranjero, afortunadamente, porque habría dado una pobre imagen de México.
Una imagen que no era real, ya que desde entonces había autores que se iniciaron por otros caminos que el provincialismo y el folclor, autores innovadores, como lo fueron Héctor Mendoza, Héctor Azar, Hugo Argüelles, Wilberto Cantón, entre otros.
En el mundo, en relación con la vanguardia, aquellos talentos: Apollinaire, Tristan Tzará. André Breton. . . su inefable Nadja. Roger Vitrac.
También aquel teatro llamado “del absurdo”: Beckett, Ionesco, Adamov, Schehadé, y tantos más. Un teatro que aun hoy sigue siendo vanguardia.
La vanguardia a la que algunos atacan llamandola nihilista, destructiva. No es cierto. La creación artística de la vanguardia no es destructiva, pero quienes se aferran a no querer cambios vieron y siguen viendo a la vanguardia como innovación que los agrede. Esto lo explica muy bien Fernando Millán en su libro Vanguardias y vanguardismo, editado en Barcelona, en el que se refiere a muchos pintores, poetas, escritores, catalanes y universales.
Qué fue lo que la vanguardia destruyó. Nada. Absolutamente nada.
Los que sí fueron perseguidos, a veces encarcelados, en ocasiones llevados hasta la locura, frecuentemente por ellos mismos, fueron los vanguardistas, los creadores de arte de vanguardia. Casi siempre -añade Millán, con toda razón- personas de gran capacidad intelectual y probidad humana.