Cuestión de narices

Lo primero que imaginé fue una pelota de colores brillantes. Y dos niños que jugaban con ella. Aunque más tarde tendrían que pelear por ella.

Se dibujó después el pueblo. Un banco y sus empleados.
Surgieron personajes como “la mujer de cera”, que dedica su tiempo a untarse cremas para embellecerse y se encierra en una urna para que no le dé el polvo. Las criadas, que sirven la mesa con patines de ruedas.
La pareja de enamorados, a lo Romeo y Julieta, cuyas familias pertenecen a bandos enemigos.

Desarrollé la pieza en tres planos paralelos de acción, que para mí misma llamé niños-pueblo-mundo, y traté de equiparar lo infantil y gratuito de las peleas de la gente del pueblo, por motivos baladíes, con la sinrazón de las guerras que el mundo padece.
Lamentablemente la obra sigue teniendo actualidad.
En una calle de San Francisco vi una vez a un vagabundo que hablaba por señas y me produjo temor. Me equivocaba, porque había bondad en sus ojos.

Al personaje principal de la pieza, Ulises, el mudo, quise darle capacidad de amar, en contrapunto con la de odiar que tienen los que pelean -como comentó Marcela del Río- por cuestiones de narices, estaturas, plumajes, jugosos huesos, léase en ellos mercados, religión, supremacía política.

La obra se tradujo al francés, inglès y catalán. Tengo especial agradecimiento a Josep María Poblet, por el libro con su traducción publicado en Barcelona ,y al director de escena Ramón Dagés, ya fallecido, quien con Cuestión de narices obtuvo el premio al mejor director y al mejor grupo en el Festival de Manresa.

El 9

Obreros en una fábrica. El engranaje que cosifica al hombre y lo convierte en un número.

La idea no surgió en una fábrica, aunque después estuve en varias y vi oficinas ubicadas en altos miradores, como torres de control, desde donde los trabajadores eran vigilados.
Pero no vino la idea de ahí, sino que vi un día en la calle a unos trabajadores golpeando el pavimento con un pico, abriendo brechas en el asfalto. Cuando quise ponerlos sobre el papel, escribir acerca de eso, empezaron a decir que llevaban toda su vida haciendo lo mismo. Y al rato se convirtieron en los obreros de la fábrica donde transcurre la acción de El 9.

Obreros atrapados en la tela de araña de las máquinas que los devoran.
Cuando conoció esta pieza el escritor e investigador teatral Stanley Richards quiso que inmediatamente firmáramos contrato para la publicación en inglés. Yo estaba en Nueva York entonces y nos vimos en casa de Stan, como lo llamaban sus amigos, y firmé el contrato en presencia del escenógrafo Paul Slocombe y de un gato blanco, un minino que al parecer era el personaje principal del departamento.
Firmé el contrato para que Stanley Richards incluyera El 9 en su antología de “las mejores obras en un acto”, con piezas de escritores estadunienses, británicos, irlandeses, y yo la única mexicana, y ese año para el que se elegían las mejores obras era el de 1973.

Después de firmado el contrato cruzamos la calle para visitar a una actriz amiga de Stan, Blanche Yurka. Era vieja y estaba enferma, pero no triste, y hablaba de pasadas glorias. Había sido hermosa, pero ya de eso nada quedaba. Me dedicó su libro Dear audience, Querido Público, con recuerdos de su mundo de la actuación.
Publicó la antología de las mejores obras Chilton Book Company, en Pennsylvania, y se vendieron muchos ejemplares, “como sucede con todos mis libros”, decía Stanley Richards. Tiempo después recibí una carta de Slocombe anunciándome la muerte de Stan.

El 9 fue pieza bien recibida en Estados Unidos, en Venezuela, en Madrid, en Canadá , en Roma y en italiano, en México, desde luego, y en no sé dónde más. En la televisión mexicana dirigió la obra Julio Castillo. En París se publicó en L’Avant-Scène, en una excelente traducción de André Camp, hijo de Jean Camp, con el título de Le neuf. En Francia, en Suiza y en Marruecos se difundió por radio.

La última letra

Después no me gustó el título, pero ya se había estrenado así en Estados Unidos, antes que en México.

La última letra no es una letra de cambio. Es la última letra que escribe un autor, que pone punto final a su obra. Desde luego, seguirá escribiendo.

La última letra es también un monólogo, del que se enamoró Wilberto Cantón.

Para la producción en México no había mucho dinero y tuve que prestarle a mi personaje una lámpara de escritorio, que al terminar la temporada me fue devuelta y que todavía tengo y utilizo en mi casa.

Un día loco

También monólogo. Lo escribí primero en forma de relato, con reminiscencias de una estancia en Barcelona. Después lo adapté a la ciudad de México.
Los críticos hablaron del “absurdo” y de teatro “abstracto”.
Lo escribí como Soliloquio del Tiempo, en forma continua, sin parar. Lo escribí sintiendo que no estaba en mi mesa de trabajo sino que seguía paso a paso a la la protagonista por las ciudades de Barcelona y México.
Poco después, en París, trabajaba para traducir la obra al francés un poeta que fue agregado cultural de la embajada de Francia en México, Jean Camp, quien al morir dejó también traducida al francés mi pieza Cuestión de narices, Question de nez, pero nunca se publicó ese manuscrito.
Jean Camp, autor de un conocido libro que escribió en castellano y que tituló En silla con Pancho Villa, publicó Un día loco, Un jour de folie, en la prestigiada revista L’Avant-Scène.

Soliloquio del Tiempo

Dijeron los críticos que esto era teatro “metafísico” (!).

Es un monólogo.

Surgió una mañana, aunque suelo escribir de noche.

Fue escrito en un solo día, revisado al día siguiente, una sola vez.
Le fascinó a ese gran poeta que fue Efraín Huerta.

Decía yo, y lo sigo diciendo, que sólo los poetas han sabido detener el tiempo.

Un país feliz

Leí en algún periódico un artículo que hablaba de gente de España, de los habitantes de la costa que durante el franquismo, para poder sostenerse, recibían en sus casas a turistas norteamericanos. Mientras las cárceles estaban llenas de presos políticos, diariamente asesinados.

El drama de la población española lo hice extensivo a otros países de América Latina. Pedí que las grandes potencias dejaran de apoyar a los dictadores en España y en Latinoamérica.
Una de las escenas de la obra, la mejor, la escribió mi padre, Antonio Vilalta y Vidal , que entre otros muchos cargos políticos desempeñó el de Primer Teniente de Alcalde de Barcelona durante el gobierno republicano, antes de la guerra civil. Mi padre, jurista de prestigio, se divirtió escribiendo esa escena y el público también se divertía y aplaudía. El personaje principal es un cartero que ha bebido algunas copas. La crítica política expresada a través de este hombre del pueblo resultó durante las representaciones más efectiva que cualquier discurso.

En Un país feliz el dictador Francisco Franco y sus actos criminales quedaron claramente retratados. En los casi 40 años de dictadura franquista, la censura española impidió que la pieza, publicada en una colección de mis obras de teatro por el Fondo de Cultura Económica, entrara a territorio ibero.
Gracias a Un país feliz hice amistad con el profesor Edward Huberman, entonces chairman, si mal no recuerdo, en la sección de Romance Languages de la Universidad de Rutgers, en New Jersey. Huberman tradujo la pieza, así como después varias otras obras mías, a un inglés perfecto e hizo varios viajes a México para verme.

Mucho más importante que las traducciones y representaciones: a cada una de mis obras le debo el haber ganado amigos.

De cómo surgió cada obra y algo de lo que vino después

Todo empezó con una novela: Los desorientados. Tuvo éxito, varias ediciones en pocos meses, y se me ocurrió adaptarla al teatro. A partir de ese momento
-aunque he escrito tres novelas y un libro de relatos, todos bien recibidos, los relatos publicados por Joaquín Mortiz-, a partir de la adaptación de Los desorientados, el teatro me conquistó. Es amante celoso que no deja tiempo para otro tipo de creación artística, de manera que con el teatro he seguido.

Así pues, Los desorientados:

“De la mano, qué paz tan absoluta, caminábamos (. . .) La vieja noche, inquieta de ruidos y de sombras, llegaba tarde a casa (. . .) Diego no es mi hermano. Ni mi amante. Creo que tampoco es mi amigo. Hubiera podido ser mi novio, pero el día en que se lo propuse se echó a reir. Nunca hemos vuelto a hablar de eso, desde entonces”.

Este tipo de escritura la encasillaron los “sabios” como “realismo mágico”.
La novela resultó mejor que la obra de teatro, con la que no quedé muy conforme y la reestructuré posteriormente para una segunda temporada. Las adaptaciones de novelas al teatro son siempre peligrosas. Pero en las dos temporadas teatrales tuvimos bastante público, más del que yo esperaba, dado que todos me dijeron que aquello no era teatro “comercial”.

Diferentes técnicas o procedimientos

Para escribir mi teatro he seguido diferentes técnicas o procedimientos, que pueden resumirse en dos principales:
El primero, que no es el que prefiero, trazarme un plan, proponerme un esquema. Sé cómo voy a empezar y cómo voy a terminar. Sé lo que voy a decir. Si alguna idea surge posteriormente, tendré que adaptarla a mi esquema pero no salir de él.
Muy pocas veces he logrado trabajar así. El tener que obedecer, aunque sea a un plan trazado por mí misma, me aburre. Resta fuerza a la creación y por lo tanto resta atractivo a mi trabajo. Desesperadamente trato de escaparme. Generalmente el esquema es modificado muchas veces, o acabo por descartarlo. Lo regaño. Es él quien tiene que adaptarse a mí y no yo a él.
La segunda técnica es no saber a dónde voy. Crear el personaje principal y quizá algunos secundarios y dejar, como decíamos hace rato, que ellos hablen. El problema está en que hay que crearlos primero.
Probablemente una mezcla de las dos técnicas es lo más acertado. De cualquier manera el método que trato de seguir es no tener método.
Quiero decir, conocer todas las disciplinas, haber estudiado todos los generos, saber el tono, el estilo que le quiero dar a mi obra, efectuar un riguroso análisis para estar plenamente consciente de lo que hago, y después encerrar las normas bajo siete llaves y volver a ser libre.

Por ejemplo:
Si veo un hombre que se aleja con el sol de la tarde, si veo al hombre, relativamente joven, de espaldas, por ejemplo, entre colores ocres y rojizos del atardecer. . . Si lo veo, por ejemplo, con un pequeño sombrero de tela y zapatos viejos, que sin llegar a definirlo como vagabundo le dan una cierta apariencia de individuo errante. . . Si lo sigo para escribir mi historia que voy a imaginar toda, que voy a inventar toda, es decir que él me va a narrar, no debo atenerme a trama alguna preexistente.
El hombre puede entrar a un hotel o tomar un trago en una taberna. Puede hacer el amor o puede cometer un asalto. Puede perderse en barrios inmundos o sacar una llave y entrar a una residencia burguesa. Puede caer en el peor vértigo de angustia y de dolor, llegar al crimen, o puede ser un filósofo, un científico, un sabio que se desprende de toda ambición terrenal. Puede ser un malvado o alguien que ama a los niños y juega con
ellos. . . Cuando lo sepa, escribiré su historia sin tener que seguir ningun plan preconcebido. El personaje se relacionará con otros personajes y la obra irá surgiendo.
Pero si en vez del hombre alejándose en el atardecer voy a hacer una pieza de teatro que es la vida y obra de alguien que verdaderamente existió, cuya biografía es un hecho que puedo interpretar a mi manera pero no deja de ser una historia a la que debo atenerme, o si voy a relatar un suceso histórico, surgen una serie de datos, acontecimientos, implicaciones, necesidad de investigar y de basarme en hechos reales, aunque después, como autora, ejerza mi libertad para elegir, presentar, mezclar, reunir y proyectar al público todo ese material.